27 nov 2008

Vitalidad SIN estrés.


Personas enteras

Sentimos vergüenza y se nos sonroja la cara: Alcanza con una simple emoción para que la sangre se desplace por el cuerpo y se acumule en el rostro; es una sencilla evidencia de que ante las situaciones cotidianas respondemos como personas enteras.

El hecho de que el cuerpo, las emociones y la mente conformen una unidad con nuestro entorno no es una novedad; por ejemplo Aristóteles dijo: “Psique (alma) y cuerpo reaccionan complementariamente una con otro. Un cambio en el estado de la psique produce un cambio en la estructura del cuerpo, y a la inversa, un cambio en la estructura del cuerpo produce un cambio en la estructura de la psique”.

Hoy en día la comunidad científica reconoce que la mente, las emociones y el cuerpo están vinculados físicamente a través de sus vehículos y receptores de información. La salud de una persona esta relacionada con lo que suceda en cada una de dichos aspectos y con el equilibrio logrado entre ellos; dedicar tiempo a cuidar y desarrollar por igual nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestra mente, es ocuparnos de nuestra salud integral… y esto es algo que nadie puede hacer por nosotros.




El estrés nuestro de cada día

Cuando hablamos de salud, cada vez más recurrimos al uso de una palabra: Estrés. En nuestros tiempos, esta especie de “epidemia invisible” puede afectar por igual a un individuo, a una familia, como así también a una empresa.

Con la palabra estrés hacemos referencia al conjunto de alteraciones (mentales, emocionales y físicas) activadas ante situaciones percibidas como exigencias desbordantes o amenazantes.

Antiguamente el estrés cumplía el propósito de preparar a los seres humanos para responder a estados de emergencia que le representaban una amenaza física. El preservar la propia vida, generalmente requería de respuestas rápidas y vigorosas tales como el huir o pelear. Para lograr de manera inmediata más fuerza y energía, el cerebro envía señales químicas que activan la secreción de hormonas que provocan una reacción en cadena en el organismo: el corazón late más rápido y la presión arterial sube; la sangre es desviada de los intestinos a los músculos para huir del peligro o actuar rápidamente, y el nivel de insulina aumenta para permitir que el cuerpo metabolice más energía.

En la vida de nuestros antepasados los estados de emergencia duraban a lo sumo unos pocos minutos. Echa la descarga necesaria durante la acción y una vez superada la emergencia, el nivel de hormonas secretadas y los procesos fisiológicos volvían a su estado normal. Eran reacciones que duraban un breve período de tiempo, por lo cual no resultaban dañinas. Pero si esta situación persiste, la fatiga resultante será nociva para la salud general del individuo.

En nuestra moderna sociedad, el mecanismo del estrés es activado no tanto por peligros momentáneos sino a causa de estados de exigencia prolongados. Dentro del contexto de la vida moderna, con demasiada frecuencia y durante mucho tiempo, entramos en la fase de continua alerta. Una reacción que a corto plazo es funcional, a largo plazo se transforma en disfuncional y nociva para la salud. Aquí es donde el estrés empieza a “pasar factura”.


Un cable a tierra

Cuando los períodos de estrés son prolongados, es saludable alivianar las presiones o exigencias que nos desbordan y ponen en riesgo nuestra integridad.

El ejercicio físico tiene múltiples beneficios para nuestra salud integral. Es útil para “descargar y desenchufarnos”; al practicarlo liberamos endorfinas que producen la sensación de felicidad y relajación. Tiene un efecto protector a largo plazo, reducimos los niveles de tensión neuromuscular y prevenimos el padecer los síntomas y las múltiples enfermedades asociadas al estrés.

Por el trajín mental-emocional de los quehaceres diarios, muchas veces quedamos agotados y embotados; es fácil tentarnos a quedarnos en el sillón o tirarnos en la cama, muchas veces para continuar dándole estériles vueltas y vueltas a nuestros problemas. Sin embargo, suele ser el cuerpo el que menos se movió durante todo el día y lo que necesitamos es justamente eso: mover el cuerpo. Cuando lo hacemos, aunque a veces “cuesta arrancar”, descubrimos que teníamos muchas más energías físicas de las que creíamos tener. Al terminar, siempre nos queda un “gustito de placer, de misión cumplida”, porque internamente sabemos que al satisfacer las necesidades de nuestro cuerpo, nos estamos ocupando y cuidando a nosotros mismos como personas enteras. Entonces, disponemos de energías renovadas para retomar nuestras tareas con mayor vitalidad y encontrar soluciones donde antes veíamos solamente problemas.

Hay muchas opciones de actividad física (caminar, correr, bailar, ir al gimnasio, jugar al fútbol, nadar, hacer yoga, expresión corporal, tai chi chuan, etc.). Es importante encontrar la actividad que más nos guste, la que resulte más adecuada a mi manera de ser, aquella que más disfrutemos por el solo echo de hacerla… sin presiones, más allá del resultado a futuro.


Reivindicación de la pausa

Vivimos una sociedad que privilegia la acción en la tarea, por encima de la pausa. Sin embargo ambas son igual de legítimas, necesarias y complementarias.

Por donde miremos en la vida encontraremos ritmos… altos y bajos: el día y la noche, las estaciones del año, las escalas musicales, el movimiento de las mareas, los latidos del corazón, etc. Pretender anular o minimizar la secuencia del ritmo de todas las cosas sería perturbar el íntimo proceso de la vida e incrementar los generadores de estrés.

Nuestro cuerpo, nuestras emociones y nuestra mente también tienen un ritmo para la acción y para la pausa; cuando por apuro salteamos estos ritmos, perdemos de vista que necesita cada uno de ellas para optimizar su eficiencia. En cambio, cuanto más los escuchemos y respetemos, seremos más vitales en la realización de nuestras metas y sin los insalubres efectos del estrés.



Juan Antonio Currado

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